Historia de la cofradía
En el año de 1.633, se instaló en Cazorla un noble matrimonio burgalés, formado por D. Íñigo Fernández de Angulo, Caballero del Hábito de Santiago y Alguacil Mayor perpetuo de la villa de Cazorla, y su esposa Dª Francisca-Antonia de Sandoval y de la Tovilla; padres que fueron de cuatro hijos, nacidos en nuestro pueblo, entre los que conviene destacar al mayorazgo, D. Íñígo-Rodulfo Fernández de Angulo, marqués de Hinojares, y el Ilmo. D. Fray Diego Fernández de Angulo, que llegó a ser Arzobispo de Caller, Primado y Virrey de Cerdeña, su Capitán General en propiedad y Obispo de Ávila.
Esta ilustre familia, como era costumbre en la época, adquirió para su sepultura la capilla de San Cristóbal de la Parroquia Mayor de Sta. María de Gracia de Cazorla, dotándola espléndidamente de todo lo necesario para el culto.
Presidiendo el altar, colocaron un lienzo de grandes dimensiones, representando una piadosa imagen de Cristo muerto en la Cruz con dos orantes a sus pies que, según todos los indicios, son el ya mencionado marqués de Hinojares y su esposa, Dª Francisca-Juana de la Tovilla Escós y Godoy. Este Cristo, al que titularon «del Consuelo», dió nuevo nombre a la capilla, y, muy pronto, vendría a centralizar la devoción de todos los cazorleños.
La cofradía
A finales del S. XVIII, ya hay indicios de un grupo de fieles organizados a manera de cofradía, que asume la responsabilidad de celebrar las fiestas en honor del Cristo del Consuelo, tanto religiosas como profanas; y, aunque se autodenominan «Hermandad», carecen de constituciones aprobadas por la jerarquía eclesiástica. Por las Actas Capitulares, tenemos noticia de que, en el mes de septiembre de 1.812, era mayordomo interino de esta cofradía Antonio Ruiz, quien solicita del Ayuntamiento autorización para correr toros en la Plaza Mayor y celebrar así la retirada de los franceses. Sin embargo, es en el 1.819 ya en la iglesia de San Francisco, cuando esta agrupación cobra nueva vida, como cofradía independiente, aunque todavía sin explícita aprobación del arzobispado de Toledo.
Según parece, también por estos años, se introduce la costumbre de la novena de mayo, dando comienzo el día 3, en que se conmemora la fiesta de la Invención de la Sta. Cruz. En el 1.849, aparece el primer texto impreso que conocemos de este piadoso ejercicio, compuesto por un cofrade anónimo y enriquecido con ochenta días de indulgencia por D. Antonio Folgueras y Sión, arzobispo de Granada, ciudad donde fue editado, en la imprenta de D. Jerónimo Alonso. La novena va acompañada de unos «Gozos», que comprenden catorce estrofas para ser cantadas, en las que se pide la protección del Señor, se le dan gracias por los favores derramados sobre su pueblo y se evocan sus maravillas, al librarse del fuego de los franceses.
En el año de 1.859, se confeccionan unos estatutos que, una vez sancionados por el Cardenal Alameda y Brea, según las leyes vigentes, se sometieron a la Aprobación Real. En la solicitud que con tal fin elevaba la cofradía a S.M., hay una cláusula que reza así: «Si esta Hermandad, Señora, pudiera contar entre los individuos que la compone, como Hermano Mayor de ella, a vuestro Excelso Hijo, el Príncipe Alfons,/ grande sería su satisfacción, porque educado por una madre tan bondadosa, tiene que ser un modelo de virtud y religiosidad». Isabel II tan amiga de cofradías y tradiciones populares, se sintió complacida, y dio respuesta favorable al nombramiento de Hermano Mayor para el Príncipe de Asturias, que apenas contaba dos años. Concedió el título de «Real» a la «Hermandad del Señor del Consuelo» y envió artísticamente bordados en plata, sobre damasco carmesí, los escudos de la monarquía española y de casa de Barbón, que la cofradía colocó como coronación sobre el cuadro del Cristo, proclamando así la distinción real.
Es también en la segunda mitad del s. XIX, cuando, a petición de sus devotos, se realiza diversos grabados del Señor del Consuelo; y, aunque la leyenda que llevan al pie, los proclama “Verdadero Retrato”, bastante poco se parecen al original; los dibujos debieron hacerse de memoria, ya que todos varían entre si, y ninguno reproduce con exactitud la imagen del Cristo ni el fondo en que esta se enmarca. Estos grabados se estamparon tanto en seda como en papel y van orlados con distintas grecas, más o menos complicadas, unas veces doradas y otras en blanco y negro. Asimismo, en la parte inferior, aparece siempre la tabla de indulgencias concedidas por altos dignatarios eclesiásticos, prelados y cardenales, e, incluso por S.S. el Papa Pío IX, que el 16 de noviembre de 1.876, se dignó conceder una indulgencia de siete años y siete cuarentenas a quienes, devotamente, rezaren el Credo ante la venerada imagen del Cristo del Consuelo.
Fiestas populares
El fervor del pueblo transcendió los límites del templo y el día de la Exaltación de la Santa Cruz no sólo se celebraba con gran aparato litúrgico, sino que también en la calle tenían lugar toda suerte de regocijos de tipo profano. La víspera de la fiesta, se encendían grandes luminarias al filo de la Peña de los Halcones y en las calles del pueblo; en el «Tiraor”, se quemaban vistosas ruedas de fuegos artificiales; y, a ejemplo de las cofradías del Santísimo Sacramento y de la Virgen del Rosario, comenzaron a correr toros en la Plaza Mayor, a veces, no sin cierta oposición, pues la Iglesia no veía con buenos ojos este tipo de espectáculos y el Sínodo de Toledo los tenía prohibidos, por lo que, generalmente, se reducían a capeas, «sin toro de muerte ni enmaromado «.
En la tarde del día 8 de septiembre de cada año, haciéndolo coincidir con el paso de los devotos que, cargados de estadales, regresaban de las romerías de Ntra. Sra. de Tíscar y de Montesión, se colocaba «el madero» a la entrada del camino de San Isicio, rito simbólico con el que se daba comienzo a la construcción del improvisado coso taurino, tapando las bocacalles de la Plaza de Sta. María y cerrando el «anillo» con empalizadas. Había música y se vendían churros, garbanzos «tostaos «, arropía y otras golosinas. El número de corridas se anunciaba con otros tantos cohetes, a los que los vecinos estaban atentos desde todos los rincones del pueblo.
La entrada al festejo solía ser gratuita; no así el acceso a los amplios balcones con tejadillo y complicados barandales de madera torneada, que eran alquilados por sus dueños. Pero, ante la insuficiencia de la plaza, donde se instalaba el verdadero tendido era peña arriba, en el «Carril» y, sobre todo, en el «Tiraor» y el «Peñón Rodao’, que cobraban nueva vida con la abigarrada mezcla de colores de los diversos vestidos.
Durante la corrida se producían toda serie de incidentes, aunque nunca graves, desde hundirse el tablado donde se acomodaban los músicos, hasta tomar un buen baño toros y toreros, en el pilar de la «Fuente de la Cadena». El día 17 de septiembre de 1.808, se lidiaron toros de la ganadería del Señor del Consuelo. D. José de Hornos y Godoy se desplazó desde La Iruela, acompañado de su esposa, Dña. Magdalena de Heredia, que se encontraba encinta y, por cierto, en periodo muy avanzado. Hacia la mitad de la corrida, cuando la fiesta alcanzaba su máximo esplendor, a Dña. Magdalena le sobrevino el momento del parto. El azaramiento fue grande, familiares y amigos se apiñaron en torno a la parturienta. La atribulada señora musitó una oración «Señor del Consuelo, socórreme”; no hizo falta más, el alumbramiento fue feliz, una hermosa niña.
La noticia cundió como reguero de pólvora; el pueblo entero a los acordes de la banda de música, se organizó en procesión hasta la iglesia, en donde la niña recibió las aguas del bautismo se le impusieron los nombres de Francisca del Consuelo Carlota. Luego D. José de Cuenca, cura teniente de la Parroquia Mayor de Sta. María de Gracia, procedió a la inscripción del bautismo en los libros sacramentales y, al verificar la naturaleza y vecindad de los padres, con escuetas, pero precisas palabras, de su puño y letra, dejó constancia del acontecimiento: «Pero la niña nació en la Plaza maior de esta Vilha, con motivo de haver venido sus padres a divertirse a los toros».
Las fiestas de otoño
El 14 de septiembre, Exaltación de la Sta. Cruz, se inician las fiestas que, cada año, Cazorla dedica a su Cristo. Son tres días de solemnidades religiosas, a las que, luego, sigue la Feria. La «Entrada del Trigo” tradicional ofrenda de los campiñeses al Señor del Consuelo, en acción de gracias por la cosecha, constituye un pintoresco desfile que, si bien, ha ganado en vistosidad y colorido, ha perdido su genuino encanto primitivo y su casticismo, incorporando elementos extraños a nuestra cultura local. Ya no entran aquellas caballerías de antaño, primorosamente enjaezadas; y son escasas las parejas de jóvenes que lucen el típico atuendo serrano, dando preferencia al vestido de gitana y al traje campero, con lo que nuestra fiesta ha perdido identidad.
En la noche del 16, víspera del «día del grande», tiene lugar la «vocación», fuegos de artificio: Fantástico espectáculo de luz y sonido, que, durante más de medio siglo, se vino celebrando en la vieja Plaza de Sta. María, marco excepcional en el que, mientras el colorido de las bengalas realzaba la magnificencia del templo en ruinas y la belleza del paisaje que lo rodea, el estruendo de la pólvora rememoraba los luctuosos acontecimientos de la invasión francesa y el voraz incendio que consumió la Parroquia Mayor, del que milagrosamente se salvó la imagen de nuestro Cristo. Últimamente, este espectáculo de fuegos artificiales se ha trasladado a la ladera de la ermita de San Isicio, para evitar que las fuertes explosiones de los morteros afecten negativamente a las ruinas de Sta. María, acelerando su ya avanzado deterioro.
Los Fuegos
El estruendo de la pólvora es ensordecedor. Las apiñadas casas del barrio del castillo parecen inclinarse para contemplar al Señor. El «Tiraor» y el «Peñón Rodao» se han vestido de gala y una exuberante gama de colores brilla a la luz de sol poniente. La salida de la plaza es angosta y dificulta el curso de la procesión, que se torna lento y no volverá a organizarse hasta llegar a la Herrería y calle de las Tiendas, cuyo tramo final se estrecha tanto, que es necesaria la pericia de los costaleros, para que el cuadro no roce las paredes, y han de lIevarlo a ras de tierra, para que no toque las repisas de los balcones. Es un alarde de equilibrio y de fuerza que el pueblo premia con aplausos y «vivas» al Señor. Al pasar ante el Ayuntamiento, la campana «gorda» del reloj, que otrora estuviera en Sta. María, parece entonar con su lengua de bronce aquella antífona latina que, a manera de orla, lleva grabada en su falda con caracteres góticos y que, vertida al castellano, reza así: «He aquí la Cruz del Señor, huid enemigos, ha vencido el león de la tribu de Judá, la raíz de David, aleluya». Y se asoma el Señor al «Pórtico» y contempla a sus hijos que, entusiasmados, le aclaman desde la Corredera.
Continúa el cortejo su recorrido por las calles del Carmen, Mariano Foronda, Dr. Muñoz, y el Señor va recogiendo memoriales y aceptando las ofrendas de naturales y extraños: campanilIas de plata, exvotos de cera y hasta trenzas de pelo. Cada una de estas dádivas encierra la historia íntima de un favor recibido, de una dificultad superada, de un retorno deseado… Cuando el Cristo del Consuelo hace su entrada en la Corredera, ha caído la noche. Una confusa mezcla de sonidos quiere como enajenarnos: las campanas; la música; los cohetes, que ahora se derraman en lágrimas de mil colores; las voces de los feriantes que, desde los mil tenderetes colocados en torno a la plaza, ofrecen sus mercancías… pero en los corazones hay silencio, reflexión, diálogo con el Señor que pasa. Finalmente, retorna la procesión a San Francisco. Los jóvenes que llevan las andas, después de tantas horas de duro esfuerzo, más reflejan gozo en sus rostros que cansancio. La multitud se apiña en la iglesia; se oyen las últimas notas de la «Marcha Real”; tintinean alegres las campanillas que penden del cuadro; traspasa el Señor el umbral de la puerta, y se eleva un clamor:
«Padre y Señor del Consuelo, mira a tu pueblo escogido, contrito y arrepentido, implorando tu favor”. Él, con los brazos abiertos, les invita a acercarse, y sus hijos se llegan mudos de emoción, y hay una corriente de mutuo entendimiento, de corazón a corazón… y, al despedirse, besan sus sagrados pies, como signo de amor, y musitan la última plegaria: «Que volvamos a verte muchos años recorriendo las calles cazorleñas». Pero también la procesión ha perdido tipismo; quizá porque la religiosidad popular, como cualquier ente vivo, va despojándose de ritos ancestrales e incorporando nuevas formas, no siempre convenientes a la santidad de lo sagrado. El hecho es que ya no se colocan los niños deficientes, ciegos o tullidos, en las andas del Cristo; ni camina delante el cándido cortejo de amortajadas coronadas de flores contrahechas, con sus largas túnicas de raso blanco, ceñidas por un cordón pajizo y calzadas con sandalias de cintas entrecruzadas y suela de cartón; proclamando así las maravillas del Señor que, milagrosamente, les arrancó de las garras de la muerte. También se echan de ver las parejas de enamorados, él vestido de «quinto», y ella llevando en la mano una poblada trenza de su propio pelo, que ofreció al Señor, si su prometido regresaba con salud y vida de cumplir sus deberes para con la Patria. Tampoco los feriantes, al paso del cuadro, tiran golosinas y garbanzos «tostaos»: sencillo homenaje que el Señor aceptaba y que los niños acomodados sobre las andas agradecían.
El día del señor: la procesión
n la madrugada del 17 de septiembre, un peregrinar silencioso de hombres y mujeres recorre las calles por donde luego ha de pasar el Señor. Son gentes que han venido de lejos y tienen que regresar pronto a sus hogares; caminan descalzos, con velas encendidas en sus manos; los hombres llevan la cabeza descubierta y algunas mujeres, sostenidas por dos familiares, van de rodillas. Cuando las campanas anuncian la alborada, ya han cubierto anticipadamente la carrera de la procesión.
A las once de la mañana, solemne fiesta religiosa concelebrada por todos los sacerdotes de la comarca, en la que tradicionalmente ocupa la Sagrada Cátedra un «predicador de campanillas». La Coral «Santísimo Cristo del Consuelo» interpreta la «1ª Pontificar” de Perossi; los acordes del órgano ascienden a las bóvedas del templo y un sagrado fervor lo invade todo y penetra en el corazón. Acabada la misa, se baja el Señor del retablo, para la procesión de la tarde. Son momentos de tensión emocional, que se viven en medio de un impresionante silencio. Cuando el Cuadro, sin aparente intervención de hombres, se coloca sólo en las andas, los fieles que llenan la iglesia, prorrumpen en enardecidos «vivas» y aplausos. La procesión constituye una multitudinaria manifestación de fe y de religiosidad popular. Las campanas, los cohetes, la música, anuncian que se acerca el momento… Cuando el Señor asoma a la puerta del templo, los ojos se arrasan en lágrimas y la voz se toma en la garganta… La calle de San Francisco es un hormiguero humano. En la «Placeta de D. Simón», hay un conato de organizarse en filas, que se mantiene a lo largo de la Herrería y Bajada de la Plaza. No ha salido el Señor de la iglesia, y la Cruz parroquial ya está en Sta. María. La procesión alcanza su momento culminante, en la Plaza Vieja, cuando llega el venerado lienzo a la altura de las ruinas de la Parroquia Mayor, viene a la memoria la letrilla de los «Gozos»:
Aunque la tropa inhumana
vuestra parroquia abrasó,
ni a tu capilla ofendió,
ni a tu imagen soberana».